Lo he aprendido de memoria y a menudo, en el momento culminante de las violentas crisis de dolor de cabeza, me he dedicado a recitarlo poniendo en él toda mi atención y abriendo mi alma a la ternura que encierra. Creía repetirlo solamente como se repite un hermoso poema, pero sin que yo lo supiera, esa recitación tenía la virtud de una oración. Fue en el curso de una de esas recitaciones, como ya le he narrado, cuando Cristo mismo descendió y me tomó.
He aquí el poema en una traducción que me han hecho:
El Amor me acogió, más mi alma se apartaba,
culpable de polvo y de pecado.
Pero el Amor que todo lo ve, observando
mi entrada vacilante
se acercó hasta mí, diciéndome con dulzura:
¿hay algo que eches en falta?
Un invitado, respondí, digno de encontrase aquí.
Tú serás ese invitado, dijo el Amor.
¿Yo el malvado, el ingrato? ¡Ah, mi amado!
yo no puedo mirarte.
El Amor tomó mi mano y replicó sonriente:
¿quién ha hecho esos ojos sino yo?
Es cierto, señor, pero yo los ensucié; que mi vergüenza
vaya donde se merece.
¿Y no sabes, dijo el Amor, quién ha tomado sobre sí la culpa?
¡Mi amado! Entonces podré quedarme…
Siéntate, dijo el Amor, y degusta mis manjares.
Así que me senté y comí
En mis razonamientos sobre la insolubilidad del problema de Dios no había previsto la posibilidad de un contacto real, de persona a persona, aquí abajo, entre un ser humano y Dios. Había oído hablar vagamente de cosas de este tipo pero nunca las había creído....Por otra parte, en este súbito descenso de Cristo sobre mí, ni los sentidos ni la imaginación tuvieron parte alguna; sentí solamente, a través del sufrimiento, la presencia de un amor análogo al que se lee en la sonrisa de un rostro amado.
(…) Dios me había impedido misericordiosamente leer a los místicos a fin de que me fuera evidente que yo no había fabricado ese contacto absolutamente inesperado.
Simone Weil
A la espera de Dios (págs. 41,42), Editorial Trotta
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